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Un crecimiento con pies de barro

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José María Triper.
Corresponsal económico de elEconomista.


Se puede ver la botella medio llena o medio vacía, que todo es del color del cristal con que se mira, pero las cifras, que como el algodón no engañan, muestran que el mes que acabamos de cerrar ha sido el peor agosto para el empleo desde el inicio de la crisis. Un mes tradicionalmente malo para el mercado de trabajo pero que este año ha registrado el mayor aumento de parados desde 2011, 46.400 desempleados más, y la mayor destrucción de puestos de trabajo desde 2008 con una caída 179.485 personas en la afiliación a la Seguridad Social.

Sin querer entrar en el debate de si se trata de un hecho coyuntural como dicen el Gobierno y la CEOE, o el inicio de un cambio de tendencia como se temen los sindicatos y algunos analistas, lo más preocupante de este descalabro no es el dato en sí, sino lo que subyace detrás de esta cifras. “Es un comportamiento típico, previsible y coherente con el fin de una campaña estival de récord”, argumentan los responsables del Ministerio de Empleo y Seguridad. Y tienen razón, aunque no del todo porque la mayor destrucción de empleo se ha producido en la educación y la industria y no en la hostelería. Pero, precisamente eso es lo grave de estos datos, que la evolución de empleo en nuestro país sigue dependiendo del turismo en la temporada de verano y del comercio a fin de año por las festividades navideñas.

Y es grave porque esto revela que no hemos aprendido nada con la crisis. Que no se ha producido, ni se le espera, el imprescindible cambio de modelo productivo que todos pregonan pero ninguno hace, y que seguimos teniendo un crecimiento económico con los pies de barro, basado exclusivamente en lo servicios sector que genera empleo estacional y precario, mientras la industria que es donde se crea empleo estable y de calidad reduce su peso en la economía y en el mercado laboral.

Los datos del Instituto Nacional de Empleo (INE), muestran como la industria aporta hoy sólo el 17,1 por ciento del PIB nacional, una décima menos que en el año 2010 en plena crisis económica, y prácticamente la mitad de su contribución en 1970 cuando llegó a representar el 34 por ciento del PIB. Todo lo contrario que ocurre en los servicios cuya aportación al conjunto de la economía ha pasado del 46,2 por ciento en 1970 al 74,1% al cierre de 2016. Evolución similar se observa en el empleo con caída del industrial desde el 25,3 por ciento del total en 1970 a únicamente el 13,9 por ciento hoy, mientras que en los servicios ha pasado del 36,5 al 75,8 por ciento en el mismo periodo.

Y no es malo ser un país de servicios, lo negativo es ser un país de servicios de baja capacitación y escaso valor añadido, que es lo que aquí ocurre. Y para muestra sólo hace falta comprobar que la apuesta por las nuevas tecnologías con la que se llenan la boca nuestros políticos se ha traducido en un descenso de más de 4.000 millones de euros en la partida de los Presupuestos del Estado destinada a políticas de investigación, innovación y desarrollo. Sólo 6.029 millones de euros, el 0,6 por ciento del PIB en 2017, frente a los 10.600 millones que había en 2008. Con el añadido de que a pesar de las críticas acerca de la falta inversión en investigación científica expresadas por los investigadores de nuestro país, ésta se ve perjudicada de nuevo este año con una disminución del 0,8 por ciento, pasando de 720,7 millones en 2016 a 714,8 millones de euros este año.
Son hechos incontestables y con cifras oficiales que nos avocan a repetir la historia a menos que se tuerza el escenario internacional y aumenten la incertidumbre política y la inseguridad.

José María Triper.
Corresponsal económico de elEconomista.

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